jueves, 2 de mayo de 2013

Coherencia entre palabra y vida

Edición Nº 16 - L'Osservatore Romano - 2013
 
En la basílica de San Pablo Extramuros el Obispo de Roma exhorta a abandonar los ídolos para adorar al Señor.


Para ser creíble, la Iglesia debe mostrar coherencia «entre la palabra y el modo de vivir», abandonando los «ídolos» de la ambición, del afán de hacer carrera, del éxito, «en los cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad». Fueron las indicaciones del Papa Francisco el domingo 14 de abril por la tarde durante su primera misa celebrada en la basílica de San Pablo Extramuros. De nuevo numerosísimos romanos junto a su obispo —como hace una semana en la basílica lateranense—. Se contaron miles de fieles, muchos de los cuales tuvieron que seguir la celebración eucarística desde el exterior, llegados sobre todo de las parroquias de la zona Ostiense, algunas de las cuales, por una idea pastoral de Pablo VI, se dedicaron a los colaboradores del apóstol de los gentiles, como Aquila y Priscila. No faltaron peregrinos que acudieron a Roma para vivir toda la jornada junto al Santo Padre, participando también en el rezo del Regina Caeli a mediodía en la plaza de San Pedro. Publicamos la traducción de la homilía que pronunció el Pontífice en la basílica paulina.

Queridos hermanos y hermanas: 
Me alegra celebrar la Eucaristía con vosotros en esta Basílica. Saludo al arcipreste, el cardenal James Harvey, y le agradezco las palabras que me ha dirigido; junto a él, saludo y doy las gracias a las diversas instituciones que forman parte de esta Basílica y a todos vosotros. Estamos sobre la tumba de san Pablo, un humilde y gran Apóstol del Señor, que le anunció con la palabra, dió testimonio de Él con el martirio y le adoró con todo el corazón.
Estos son precisamente los tres verbos sobre los que quisiera reflexionar a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado: anunciar, dar testimonio, adorar.

1. En la primera Lectura llama la atención la fuerza de Pedro y de los demás Apóstoles. Al mandato de callar, de no seguir enseñando en el nombre de Jesús, de no anunciar más su Mensaje, ellos responden claramente:
«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Y no les detiene ni siquiera el ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los Apóstoles anuncian con audacia, con parresia, aquello que han recibido, el Evangelio de Jesús. Y nosotros, ¿somos capaces de llevar la Palabra de Dios a nuestros ambientes de vida? ¿Sabemos hablar de Cristo, de lo que representa para nosotros, en familia, con las personas que forman parte de nuestra vida cotidiana? La fe nace de la escucha y se refuerza con el anuncio.

2. Pero demos un paso más: el anuncio de Pedro y de los Apóstoles no consiste sólo en palabras, sino que la fidelidad a Cristo entra en su vida, que queda transformada, recibe una nueva dirección, y es precisamente con su vida con la que dan testimonio de la fe y del anuncio de Cristo. En el Evangelio, Jesús pide a Pedro tres veces que apaciente su grey, y que la apaciente con su amor, y le anuncia: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras » (Jn 21, 18). Esta es una palabra dirigida ante todo a nosotros, los Pastores: no se puede apacentar el rebaño de Dios si no se acepta ser llevados por la voluntad de Dios incluso donde no queremos, si no hay disponibilidad para dar testimonio de Cristo con la entrega de nosotros mismos, sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso de nuestra vida. Pero esto vale para todos: el Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado.
Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios? Es verdad que el testimonio de la fe tiene muchas formas, como en un gran mural hay variedad de colores y
de matices; pero todos son importantes, incluso los que no destacan. En el gran designio de Dios, cada detalle es importante, también el pequeño y humilde testimonio tuyo y mío, también ese testimonio escondido de quien vive con sencillez su fe en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de amistad. 
Hay santos de todos los días, los santos «ocultos», una especie de «clase media de la santidad», como decía un escritor francés, esa «clase media de la santidad» de la que todos podemos formar parte. Pero en diversas partes del mundo está también quien sufre, como Pedro y los Apóstoles, a causa del Evangelio; está quien entrega la propia vida por permanecer fiel a Cristo, con un testimonio marcado con el precio de su sangre. Recordémoslo bien todos: no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y nos ve, debe leer en nuestras acciones eso mismo que oye de nuestros labios, y dar gloria a Dios. Me viene ahora a la memoria un consejo que san Francisco de Asís daba a sus hermanos: predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras. Predicar con la vida: el testimonio. La incoherencia de los fieles y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo de vivir, mina la credibilidad de la Iglesia.

3. Pero todo esto solamente es posible si reconocemos a Jesucristo, porque es Él quien nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su camino, nos ha elegido. Anunciar y dar testimonio es posible únicamente si estamos junto a Él, justamente como Pedro, Juan y los otros discípulos estaban en torno a Jesús resucitado, como dice el pasaje del Evangelio de hoy; hay una cercanía cotidiana con Él, y ellos saben muy bien quién es, le conocen. El Evangelista subraya que «ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21, 12). Y esto es un punto importante para nosotros: vivir una relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo y de vida, de tal manera que le reconozcamos como «el Señor». ¡Adorarle! El pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la adoración: miríadas de ángeles, todas las creaturas, los seres vivientes, los ancianos, se postran en adoración ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien se debe alabanza, honor y gloria (cf. Ap 5, 11-14). 

Quisiera que nos hiciéramos todos una pregunta: tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a Él también para adorarle?
Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con Él, a detenernos a dialogar con Él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante de todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes.
Adorar al Señor quiere decir darle a Él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer —pero no simplemente de palabra— que únicamente Él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante Él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia. 
Esto tiene una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, el carrerismo, el gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros. Esta tarde quisiera que resonase una pregunta en el corazón de cada uno de nosotros y que respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto tengo en mi vida y que me impide adorar al Señor? Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y elegir al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida.

Queridos hermanos y hermanas, el Señor nos llama cada día a seguirle con valentía y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos invita a proclamarle con gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la palabra y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano.
El Señor es el único, el único Dios de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a Él. Anunciar, dar testimonio, adorar. Que la Santísima Virgen María y el apóstol Pablo nos ayuden en este camino e intercedan por nosotros.
Así sea.

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